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Mis manos temblaban mientras doblaba la carta por tercera vez, las instrucciones grabadas en mi mente como si fueran un mantra. "Aguantar", "revisión", "descanso". Palabras simples, pero que ahora pesaban como piedras en mi estómago. El encuentro con El Señor era inminente, y yo, Linda, una mujer de veintiséis años acostumbrada a controlar cada aspecto de mi vida, me encontraba al borde de lo desconocido.

 

El hotel, con su fachada de mármol y sus ventanales que reflejaban la luz del atardecer, se erguía como un gigante silencioso en el corazón de la ciudad. El año era 1923, una época en la que las mujeres como yo luchábamos por encontrar nuestro lugar en un mundo dominado por hombres. Pero esto... esto era diferente. Se trataba de algo más profundo, más íntimo. Se trataba de descubrirme a mí misma, aunque el camino pareciera estar pavimentado con humillación y sumisión, sólo pensarlo me hacía sentir una especie de corriente eléctrica por el cuerpo que hasta mi entrepierna.

 

Subí las escaleras de mármol, mis tacones resonando en el silencio del vestíbulo. La carta había especificado la habitación: "Suite 307". Mi corazón latía con fuerza cuando llamé a la puerta, mis dedos contra la madera pulida. Una voz grave y autoritaria resonó desde el interior: "Pasa".

 

La habitación era amplia, con cortinas de terciopelo rojo que filtraban la luz del sol, creando una atmósfera íntima y cargada de expectativa. Él estaba de espaldas a mí, mirando por la ventana, su silueta alta y esbelta recortada contra la luz. Vestía un traje oscuro impecablemente cortado, su cabello negro peinado con precisión. No pude ver su rostro, pero su presencia llenaba el espacio, imponente y magnética.

 

—Desvístete —ordenó sin volverse. Su voz era firme, sin espacio para la discusión.

 

Tragué saliva, mis dedos temblorosos desabrochando los botones de mi blusa. La carta había sido clara: debía entrar desnuda, pero la vergüenza me había hecho entrar a la habitación vestida. Ahora, bajo su mirada invisible, me sentí expuesta, ***. Mi falda cayó al suelo, seguida por mis medias y mi ropa interior. Cuando finalmente estuve desnuda, él se giró lentamente, sus ojos oscuros examinándome con una intensidad que me hizo retroceder un paso.

 

—No hables a menos que se te permita —dijo, acercándose a mí con pasos medidos. Su mirada recorrió mi cuerpo, deteniéndose en cada curva, en cada imperfección. Sentí mis mejillas arder, pero me mantuve firme, recordando las instrucciones: "Obediencia absoluta".

 

—¿Entiendes? —preguntó, su aliento cálido rozando mi oído.

 

—Sí, Señor —murmuré, mi voz apenas un susurro.

 

—Mírame cuando te hablo, y quiero escuchar bien claro que tú quieres esto, ¿entendiste? —Esta vez mirándome fijamente, su mirada profunda, no pude controlar mi cara, estaba ardiendo.

 

—Sí, Señor, quiero obedecer, Señor —mirando fijamente sus ojos... sentí vergüenza, pero también dentro de mí... ¿orgullo?...

 

Una sonrisa fugaz cruzó sus labios antes de que me tomara del mentón, obligándome a levantar más la mirada. Sus ojos eran profundos, casi negros, y en ellos vi algo que no pude descifrar: ¿era deseo? ¿Control? ¿O simplemente curiosidad?

 

—Bien —dijo, soltándome—. Comencemos.

 

Me guió hasta el centro de la habitación, donde una alfombra persa amortiguaba mis pasos descalzos. —Posición "aguantar" —ordenó.

 

Recordé las instrucciones: en cuclillas, piernas bien abiertas, manos en la nuca, lengua afuera, mirando a los ojos al Señor. Me puse en posición, mis músculos temblando por el esfuerzo, mi lengua rozando mis labios. Él se arrodilló frente a mí, su rostro a escasos centímetros del mío, sus ojos clavados en los míos.

 

—No apartes la mirada —susurró, su aliento caliente contra mi piel.

 

Intenté mantener el contacto visual, pero su proximidad me desestabilizaba. Mis piernas comenzaban a temblar, el peso de mi cuerpo exigiendo alivio. Quise hablar, suplicar un momento de descanso, pero recordé su advertencia y me mordí el labio, conteniendo un gemido de frustración. Estuve así por un tiempo que no supe determinar.

 

—Bien —dijo finalmente, levantándose—. Posición "revisión".

 

Me puse de pie, mi cuerpo dolorido, y asumí la nueva postura: contra la pared, punta de pies, piernas abiertas y estiradas, manos en la nuca, codos tocando la pared. Sentí mis músculos protestar, pero me mantuve firme, con mi respiración acelerada. Él se acercó, sus dedos rozando mi piel mientras me examinaba con una meticulosidad que me hizo sentir como un objeto, no como una persona. Incluso llegó ahí abajo.

 

—Interesante —murmuró, sus dedos presionando mi muslo interno, haciendo que me temblara—. Estás mojada.

 

Mi rostro se encendió, la vergüenza mezclándose con una extraña excitación que no pude negar. Él sonrió, una sonrisa que no llegué a comprender, antes de llevar sus dedos a mi boca.

 

—Límpialos —ordenó.

 

Mis ojos se agrandaron, pero no me atreví a desobedecer. Llevé sus dedos a mis labios, mi lengua rozando su piel, saboreando mi propia humedad. Él observó cada movimiento, su expresión impasible, pero sus ojos brillaban con una intensidad que me hizo sentir pequeña, sumisa.

 

—Descanso —dijo finalmente, y caí de rodillas, mi cuerpo agradecido por el alivio.

 

Me quedé allí, en silencio, mi respiración regresando a la normalidad mientras él se alejaba, su presencia aún dominando el espacio. No sabía qué esperar, qué vendría después. Solo sabía que estaba en sus manos y que, por primera vez en mi vida, no tenía control. Y, extrañamente, eso no me asustaba. Me excitaba.

 

La habitación quedó en silencio, solo interrumpido por el sonido de sus pasos alejándose. Mi mente daba vueltas, intentando procesar todo lo que había sucedido. ¿Quién era este hombre? ¿Qué más me pediría? Y, lo más importante, ¿hasta dónde estaría dispuesta a llegar?

 

Las respuestas tendrían que esperar. Por ahora, solo quedaba la incertidumbre y una sensación de anticipación que me recorría como un escalofrío.

 

Me dio la orden y en qué posición me quería e inmediatamente me puse de pie, las piernas abiertas y estiradas, las manos detrás de la cabeza, la mirada clavada en el suelo. El aire de la habitación parecía cargarse con cada segundo que pasaba, como si el tiempo mismo se detuviera para observar nuestro juego. El Señor se movía a mi alrededor con aprobación, había seguido sus órdenes, sus pasos silenciosos pero llenos de intención. Su presencia era abrumadora, como si cada movimiento suyo fuera una orden tácita que mi cuerpo estaba desesperado por obedecer.

 

—Muy bien —su voz resonó con una calma que contrastaba con la ***a que sentía en mi interior—. Has sido obediente, pero esto es solo el comienzo. ¿Entiendes?

 

—Sí, Señor —respondí, mi voz apenas un susurro nervioso.

 

Sus dedos regresaron a mi cuerpo, esta vez más lentos, más deliberados. Recorrieron mis brazos, trazando líneas invisibles que me hacían temblar. Cuando llegó a mis senos, no pudo evitar notar cómo mis pezones se endurecieron al contacto. Sonrió, una sonrisa que no vi pero que sentí en cada fibra de mi ser.

 

—Eres tan sensible —murmuró, como si hablara para sí mismo—. Me pregunto cuánto más podrás soportar.

 

Sus dedos jugueteaban con mis pezones, tirando de ellos con una mezcla de firmeza y suavidad que me hacía gemir en silencio. Mi cuerpo se tensaba, cada músculo en alerta, esperando su próximo movimiento. Luego, sin previo aviso, sus manos subieron a mi cara. Sus pulgares rozaron mis mejillas, mi frente, mis labios. Sentí su aliento cerca, tan cerca que podía saborearlo.

 

—Saca la lengua —ordenó, su voz un susurro.

 

Obedecí sin dudarlo, tan rápido que me avergoncé de mí misma. Mi lengua asomó, temblorosa, y él la tocó con la yema de sus dedos, trazando círculos lentos que me hicieron sentir como si estuviera al borde de algo indescriptible. Luego, sin advertencia, metió sus dedos en mi boca, profundizando el contacto hasta que casi no podía respirar. Mis ojos se clavaron en los de él, pero mi mente estaba en otro lugar, perdida en la sensación de su dominio.

 

—Mira al suelo —dijo, con mucha firmeza. Y abre más la boca, saca bien la lengua.

 

Hice lo que me pedía, sintiendo cómo sus dedos se movían dentro de mí, explorando, dominando. Mi cuerpo se arqueó ligeramente, pero me mantuve firme, recordando su orden de no moverme. Su otra mano bajó, deslizándose por mi torso hasta llegar a mi vulva. Sentí un escalofrío cuando sus dedos encontraron mi clítoris, presionándolo con una firmeza que me hizo gemir.

 

—Shh —susurró, su mano en mi cuello, apretando con fuerza—. No hagas ruido.

 

Su agarre era firme, casi doloroso, pero no me atreví a quejarme, aguanté obediente. En cambio, me concentré en la sensación de sus dedos en mi clítoris, en cómo me hacía sentir al borde del abismo. Presionaba, soltaba, presionaba de nuevo, cada movimiento calculado para llevarme al límite sin permitirme caer. Mi respiración se aceleró, mi cuerpo se tensó y justo cuando estaba a punto de correrme, se detuvo.

 

—No todavía —dijo, su voz fría como el acero, sacando sus dedos de mi boca. Te correrás cuando yo lo ordene. ¿Entendido?

 

—Sí, Señor —respondí, mi voz quebrada por la necesidad. Abrí mi boca lo más que pude para él y saqué la lengua nuevamente.

 

—Muy bien, buena chica —

 

Repitió el proceso, una y otra vez, cada vez llevándome más cerca del borde solo para detenerse en el último momento. Mi cuerpo era un manojo de nervios, cada célula gritando por liberación. Mi clítoris latía con una intensidad que nunca había sentido, y las huellas de sus dedos parecían grabadas en mi parte más sensible; podía sentirlas.

 

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, cuando no podía más, habló y me dio permiso.

 

—Ahora puedes correrte —dijo, su voz que resonó en la habitación como un trueno.

 

Mi cuerpo explotó en un orgasmo que me sacudió hasta lo más profundo. Grité, pero su mano en mi cuello me silenció, obligándome a tragarme el sonido. Mis piernas temblaron, mis músculos se contrajeron y sentí cómo mi esencia fluía mientras él mantenía su agarre firme, controlando incluso mi respiración.

 

Cuando todo terminó, me dejó caer sobre la cama, mi cuerpo exhausto pero mi mente alerta. Él se paró sobre mí, su figura imponente, y sonrió.

 

—Esto es solo el comienzo, Linda —dijo, su voz cargada de promesas. Hay mucho más que explorar.

 

Me miró con una intensidad que me hizo sentir desnuda no solo de cuerpo, sino de alma. La habitación quedó en silencio, pero el aire seguía cargado, como si el juego apenas estuviera comenzando. Y aunque mi cuerpo aún temblaba, una parte de mí ya esperaba lo que vendría después.

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